Viajaba todos los días a las 7 am rumbo a la universidad, vivía lejos y nada más difícil que levantarse sin que el día aún se despierte, además solía sentir un miedo grande de que mi despertador no sonará.
El desayuno, era siempre lo mismo, basura con chocolate. Luego debía caminar 15 minutos para coger el tren, el mismo de todos los días en la tercera puerta junto a la línea azul.
En mi cabeza había una ensalada de pensamientos que simplemente disfrutaba ver rodar, caer y todo esto sin sufrimiento alguno.
Miré mi reloj para evaluar cuánto tenía que esperar, pero aún faltaba para llegar. Mientras tanto, tenía tiempo para detenerme a mirar la cara de cada uno de los viajeros, lo hacía intentando averiguar qué viven a diario, buscando belleza y fatalidades. Algunas caras son puro amor, otras la representación de un mal día o una mala noche, imaginaba de cada uno a dónde iba y de dónde venía.
Un ejemplo era ella, una mujer blanca, de unos 22 años, contextura delgada, vestido de flores, con cabello ondulado, ojos negros, mirada inquietante, nariz grande y labios rosados bien delineados; llamaba la atención dentro de todos los pasajeros. La miré y supo que lo hacía, sin embargo no me importó porque probablemente nunca más la volvería a ver.
Me bajé del tren y al llegara la facultad encontré la feria universitaria, un evento colorido, lleno de actividades culturales, stands con comida en donde la comunidad se reunía a disfrutar luego de clases. Dentro de la feria la gente hablaba sin parar, chocaban unos con otros para poder ver las atracciones y mientras caminaba por ese panorama ví en el rincón entre los anuncios uno llamativo: “Concierto de jazz”. Atrapó mi atención por lo que decidí que debía ir, era la oportunidad de liberarme de pensamientos, ya que llevaba tiempo sin salir de mi rutina, congelado en las mismas personas, el mismo lugar y las mismas relaciones.
En el camino de la facultad al teatro, mientras caminaba mirando al suelo, ví a lo lejos una mujer que bien sabía reconocer, de unos 23 años, estatura media, cabello negro, ojos expresivos; con su andar movía hojas, su alegría irradiaba a los desdichados, su ruido se escuchaba a leguas, hablaba ocasionalmente con ciertos animales como los cucarrones y más que hablar con la boca, hablaba con el cuerpo. Ella se dividía en dos, su cuerpo - que incluía su sed intensa, su manera visceral de sentir- y su mente -agitada, caótica, ocasionalmente tranquila y pasiva- esta división era evidente al verla actuar. Con ella tenía una historia, plagada de alegrías y desaires. Estuve por mucho tiempo a su lado, allí calmando sus necesidades, alimentando y montando aquel dragón ancestral. La amé tanto, que dí por ella la caída de mis barreras, le entregué con parsimonia mis más sinceros miedos pero de nada importó, solo se fijó en el drama que yo le daba y que ella no quería. Aún pienso en ella cuando me despierto. Pero en ese momento debía de pasar de lado, evitarla y seguir.
Ya que había entrado en pensamientos y que aún faltaba camino, no escatimé en pensar en aquellas otras grandes mujeres con las que había decidido marcar mi vida y me vino a la cabeza ella, que en ese tiempo tenía 18 años, alta, blanca y de manos finas. Aquella mujer que aquí les cuento, hizo de mis necesidades las suyas, supo mirar dulcemente todo a su alrededor, demostraba con su tranquilidad un alma sensible y frágil, que sucumbia ante sus emociones. Enmascaraba todo esto en varias capas para no ser vulnerable al mundo.
Al mismo tiempo que recordaba, comprendía que había sido un enamorado de las mujeres y cuando amé a una comprendí mi amor por todas, parecería innecesario que hable de otra mujer para que me entiendan el porqué, pero a mi manera de ver es imperativo nombrarlas.
Ahondé en recuerdos de mujeres y encontré esta tercera: una mujer de cabello rojo ondulado, que aparentaba 21, frecuentaba los bares con música melancólica, se movía con la naturaleza que solo podía complementar su intelectualidad. Poco tengo por decir de lo real porque nunca la toque más allá de lo que la imaginación me permitió, le puse a hacer y pensar todo lo que quise, por eso la recuerdo tanto.
Así entonces entre mis meditaciones comprendí que por algunas sentí tanta empatía que lloré en sus tristezas, otras fueron causa de mi caída, y aún así eran ángeles, pero al parecer no los míos. Las tres volaban, cada una en diferente rumbo pero ahí iba yo, me arrastraban a sus caderas o a sus cadenas.
Al llegar al teatro donde sería el concierto de Jazz, entré y noté que estaba todo oscuro, tomé asiento en el centro e inició la música; pasaron varios músicos a escena, todos buenos; su música era activa y enérgica aunque se desgarraba en sentimientos, se desprendía en pequeños mensajes.
Para cerrar esa velada entró el último músico a las tablas, un hombre de unos treinta y tantos, trigueño, de ojos negros, contextura delgada y cabello largo con un corte recto, como si no hubiera escatimado en retener a su peluquero. Hablaba bien español pero se notaba un acento extranjero. Empezó a explicar el porqué de las elecciones musicales que había traído al concierto. Empezó entonces a tocar el piano, al verlo no tuve duda de que estaba ante un genio, gran parte de sí era el piano, habían nacido para tocarse uno al otro y mientras lo hacían se observaba un movimiento armónico, casi estático, como si todos nosotros hubiéramos dejado de respirar. Este hombre no estuvo ahí con nosotros, tampoco supe donde estaba, tal vez andaba en su casa de la infancia, sentado en una casa grande en otoño pero nunca lo sabré.
Lo que sí sé, era que había quedado enamorado de aquel hombre, era la primera vez que me pasaba algo parecido, porque en contra de lo natural que se me hacía amar una mujer, me era difícil sentir algo por otro hombre más allá de una hermandad. Por esto me resultaba tan increíble encontrar una magia que me cautivara a ese nivel.
Nunca he sido conservador, mojigato o libertino, he intentado mantenerme aquí, en el centro de toda esta marea pero este descubrimiento iba más allá de lo que lograba imaginar. No era capaz de soportar el hecho o la imagen romántica al lado de otro hombre, me parecía inaudito pensar esto luego de haberme desbordado en querer mujeres, ¿sería que estaba tan definido por falta de oportunidades?.
Tuve que dejar atrás mis imaginarios, mis juicios propios, para abrir la mente a la idea de que tal vez hay personas que rompen los límites de todos a quienes rodean, que encantan indiscriminadamente sin buscarlo.
El concierto terminó con el público de pie, salí de allí con más dudas de las que podía soportar, no sabía si como este encontraría otros hombres, si quizá debería cambiar mi orientación, dejarme guiar más por las ideas cautivadoras que por un género. Revolución y revuelo de pensamientos, acompañados de inquietud, no quería volverlo a ver para no tener de nuevo este debate interno que aún no resolvía.
Luego de volver a casa y tras una larga noche me levanté a continuar mi vida, esa parte más práctica e ineludible. Durante el día empecé a ver un poco diferente la gente que me rodeaba, pero esto nada me impidió para cumplir rápidamente mis labores y como me sobraba tiempo decidí invertir mi tarde viendo un documental en la casa cultural.
“Carta a una sombra”, un documental desde la visión familiar que se acerca a aquel hombre ya más entrado en años y más humano o imperfecto, pero más noble de ideas, Héctor Abad Gómez, profesor de medicina, amante de la gente y de las flores: una figura completamente masculina con una convicción de lo justo en justas luchas, lo que produjo su capacidad de morir por ellas. Al ver esta cinta, todo este vuelco me llevó a pensar que quizás al haber desatado la cuerda de mis fronteras había empezado a enamorarme de un hombre muerto o más significativo de la idea que representa un hombre así.
Desee entonces poder decir a este hombre y al otro: